En esta cuarentena, como muchos, me he dedicado un poco a la cocina.
Observo que mucha gente ha aprendido a cocinar realmente bien y suben
apetitosas fotos a las redes. Yo aprendí otra cosa.
Aprendí que cocinar es arreglarse con lo que hay. Uno mira qué es lo que hay en
alacenas y heladera y con eso cocina algo. Cocinar es inventar, es crear algo
con buen sabor para luego compartirlo, si existe con quien hacerlo, claro
Pensaba que un análisis tiene mucho del arte de la cocina.
En un análisis uno ve qué hay, qué se presenta en el dispositivo y qué
en el discurso del analizante, para hacer con eso. El analista siente que algo
se cocina en cada sesión porque las palabras despiden aromas que indican cuando
se necesita más fuego y cuando hay que dosificar la intensidad de la llama de
la angustia para que lo que se está elaborando no se queme, porque se sabe que
si alguien se quema, después ve fuego y llora. Aunque en un análisis no es
posible ahorrarse el llanto por ser parte del proceso. Como tampoco pueden
ahorrarse las lágrimas cuando, en el proceso de cocinar cortamos las cebollas
que luego le darán sabor a todo.
Y así como en una cocina no pueden faltar huevos ya que son necesarios
para casi cualquier plato; embarcarse en esta empresa gastronómica de ir semana
tras semana a cocinar con el analista -ese ayudante que orienta, esa Juanita de
Doña Petrona, por decirlo de algún modo- sólo será posible si existen en el
analizante algunos ingredientes necesarios: coraje y decisión para descubrir y
luego seguir su deseo; en definitiva aquello que la expresión popular designa
como el producto de la gallina,
El analizante va así sesión tras sesión, elaborando su propio plato con
lo que trae, sazonado con dolores, sueños, recuerdos. Después de mucho mezclar,
y probar podrá compartir con otros su obra. Será un plato único, original, porque
si un análisis se parece a cocinar es a la manera de una cocina gourmet donde todo
se hace con cuidado y el resultado es siempre una singularidad.
¡Bon appetit!
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